Viene de "Historia de mi vida (parte 1)"
Bueno, el resto de opciones no eran muy alentadoras. La guitarra nunca me gustó; se me levantaban los padrastros de los dedos por el roce de las cuerdas; el sonido del violín me parecía similar al que se produce cuando arrastras un baúl, y la flauta siempre me causó pavor por miedo a que al tocarla me siguieran todos los ratones de Granada. Así que no quedaban muchas opciones: elegí sin dudarlo el piano. Mi madre me intentaba convencer de tocar algún instrumento menos estruendoso, menos voluminoso, y sobre todo, menos caro.
Pero yo siempre lo tuve clarísimo. Lo mío eran las teclas.
Mis éxitos no se hicieron esperar: tras un año de estudiar el instrumento di mi primer concierto en público, en el auditorio del que por entonces se conocía como “Centro artístico y literario” y que hoy ocupa la sala de exposiciones que hay junto al teatro de Isabel la Católica, y de las oficinas de Inmobiliaria Osuna.
Mi madre lloraba viéndome tocar… no en vano, ello rompía cualquier esperanza de que yo quisiera abandonar la música y le hizo temerse que lo del piano iba en serio. Por eso lloraba. Pobres papás… ¡Cuántas horas de piano tuvieron que aguantar en casa!
La carrera de piano se comienza a estudiar con ocho o nueve años ya que si no, ¡no da tiempo a acabarla! El estudio de este instrumento implica sentarse cuatro horas diarias delante del piano desde el mismo día que comienzas, hasta el mismo día en que te mueres o te quedas tetrapléjico. Es la única forma de poder sacar la carrera adelante, es muy, muy duro. Imagina lo que es vivir con un pianista profesional, o aún peor, un estudiante de piano que aún no sabe hacer sonar aquello como “dios” manda…
Pues yo me lo tomé en serio, como casi todo. Al piano le salía humo. Pronto comencé a cosechar fantásticas calificaciones en todas las asignaturas: solfeo, conjunto coral, piano, armonía, etc. Cuando sacaba un sobresaliente sentía haber fracasado, ya que mi media era de matrícula de honor.
Fueron unos años muy oscuros, ya que no había mucha luz en el salón donde estaba todo el día estudiando piano como un imbécil. Prácticamente los pasé encerrado en casa, salvo cuando me escapaba con algún amigo para ir a ver cine, mi otra gran pasión de siempre. Mi tío tenía cierta influencia en la sala de multicines de Plaza de Gracia y me conseguía entradas gratis que jamás desaprovechaba. Así fue cómo vi La Naranja Mecánica, película que cambiaría mi vida para siempre.
Viendo aquella fantástica película de Kubrick, descubrí ciertas facetas interiores que hasta entonces habían permanecido ocultas dentro de mí. La primera, mi visión cinematográfica de la vida en general. Me percaté de que para mí la vida es como un gran largometraje, con sus planos, sus movimientos de cámara, sus filtros de luz, sus momentos dramáticos, el montaje, y por supuesto, los actores. La segunda faceta, mi parte ligeramente sádica, aunque noble al mismo tiempo. Ver la cara de loco de Malcom McDowell encarnando a Alexander deLarge despertó en mí ciertos aromas de insanidad mental que me acompañarían para siempre. Y en tercer lugar, descubrí mi pasión por la música hecha con aparatos electrónicos. Escuchar las fantásticas versiones de la 9ª de Beethoven o de la Obertura de Guillermo Tell sonando a sintetizador puro y duro despertó en mí la parte más “científica” y curiosa de mi amor por la música. Tal y como veremos más adelante, esas tres ramificaciones de mi ego me acompañarían toda mi vida hasta el propio día de hoy.
Continuará… (o no).
"...despertó en mí ciertos aromas de insanidad mental que me acompañarían para siempre"
ResponderEliminarBrutal!
O lo que es lo mismo... ahí comencé a ser yo ;-)
ResponderEliminarAhora ya me va quedando más claro...Pero quiero más...(Para variar)...
ResponderEliminarBueno Siselita, no creo haberme quedado nunca corto contándote relatos...
ResponderEliminar